viernes, 27 de marzo de 2009

Reforma electoral, falsas promesas

No hay que darle muchas vueltas para reconocer importantes avances en la reforma electoral de 2007. La disminución neta del dinero con el que cuentan los partidos políticos como parte de sus prerrogativas, dinero que pasaba directamente a las arcas de la televisoras privadas, así como campañas y precampañas más cortas son aciertos indiscutibles. Lo mismo el hecho de que grupos de interés privado y administraciones locales y federales ya no puedan incidir en el voto ciudadano a través de la transmisión de mensajes de apoyo o condena a candidatos o posturas políticas determinadas.

A pesar de estos beneficios hay que señalar una limitante fundamental en dicha reforma: la validación de un modelo de comunicación política basado en la concepción cuantitativa de la comunicación. Al respecto de este señalamiento me permito poner en la mesa algunas consideraciones.

Primero, la negatividad de las campañas no depende del formato de adquisición y transmisión de los spots. El que los partidos políticos ya no puedan producir y trasmitir spots en periodos muy cortos de tiempo, al verse sujetos al pautaje anticipado del IFE, no significa que la negatividad desaparecerá de las pantallas. Se trata, eso si, de una contradicción fundamental en el nuevo modelo de comunicación establecido en la ley electoral. Los partidos harán uso masivo de una herramienta de comunicación cuya principal virtud es incidir inmediatamente en la agenda de los medios. Países que sostienen el modelo cuantitativo de publicidad política como los Estados Unidos, demuestran que la razón de ser de los spots es su velocidad estratégica y no su planeación anticipada. Enviar las producciones al IFE semanas antes de salir aire augura su inoperancia persuasiva. ¿Para qué quieren los partidos 33 millones de spots que irán desfasados de las campañas en los medios?

Segundo, negatividad e información no son características excluyentes en un mensaje. Los llamados spots negativos pueden ser mucho más informativos que un spot autorreferencial y adulatorio. Si la idea de la reforma es aumentar el valor nutricional de mensajes de 30 segundos temo mucho que los esfuerzos serán en vano. El formato, la duración y sobre todo la falta de credibilidad ante la audiencia hacen muy difícil que los spots ofrezcan el más mínimo espacio de reflexión democrática en una sociedad moderna. Pretender que el esquema actual de transmisión de publicidad política propicie un debate más razonado es como confiarle a un puñado de cacahuates la responsabilidad de nutrir a millones de personas en este país. Los spots “positivos” pueden ser tan dañinos como los “negativos”. La banalidad y escasa profundidad de los mensajes, la retórica superficial y la nula oportunidad para entablar un diálogo con la ciudadanía obstaculizan la construcción de una cultura democrática de calidad. Cultura que no se logra con un curso intensivo de varias horas frente al televisor.

Tercero, ubicar al IFE como un mero “administrador de tiempos oficiales” es inexacto ya que el Instituto si cuenta con las facultades de sancionar a un partido político por la transmisión de un mensaje a partir de la queja de otro. Aquí la inconsistencia descrita en el primer punto se repite. Si los spots tienen un efecto al momento de ser transmitidos, cualquiera que éste sea, de qué sirve hacer un dictamen a posteriori. En materia de comunicación política esto no solo es ineficaz para inhibir la transmisión de determinados contenidos sino que incrementa el valor noticioso del mismo mensaje, magnificando así su exposición en los medios de comunicación. Quien dude que los partidos políticos no pondrán a prueba la capacidad de respuesta del IFE en este sentido ya puede ir comprando su boleto a la feria de la ingenuidad.

Cuarto, la supuesta ventaja de la “gratuidad” de estos millones de mensajes no es clara del todo. Es cierto que los partidos no pagarán por el tiempo aire aunque esto no significa que dicho impuesto solo pueda pagarse de esta forma. La solución no es, como Vicente Fox pretendió en su momento, intentar deshacerse de él. Utilizar un bien de la nación con fines de lucro debe, sin duda, representar el pago de un impuesto al Estado mexicano. Sin embargo, destinar este pago a cimentar la concepción de que lo importante en las campañas es repetir incesantemente un mensaje sin importar la poca información que éste contenga es un serio error. ¿Acaso no sería más enriquecedor invertir estos espacios en foros mucho más interactivos y desafiantes, que propicien un verdadero proceso de comunicación entre partidos y ciudadanía? Es claro que no me refiero al soporífero formato de “mesa de debate” tan característico de las producciones “especiales” del IFE.

Por último, pierden los empresarios de la radio y la televisión con la nueva reforma pero pierde también la sociedad mexicana. Ver inundadas las pantallas de mensajes que aportan muy poco al debate democrático es solo la punta del iceberg. El estilo actual de las campañas nos puede llevar a pensar que la publicad política, tal y como la conocemos hoy en día, es algo normal e incluso deseable. Sin embargo, esta publicidad no enriquece nuestra vida democrática, la empobrece. Puede hacernos creer que es la única forma de hacer campaña y pone al descubierto la muy escasa imaginación de los partidos políticos a la hora de “comunicarse” con el electorado. Hay que trascender esta concepción cuantitativa de la comunicación política si queremos mejorar la calidad de nuestra democracia.

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